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¿Por qué se recurre aún al azote?
Desde John Locke al pediatra Benjamin Spock, el efecto nocivo del castigo físico ha sido ampliamente estudiado. Y, sin embargo, perdura.

Hace un mes trascendía que a una mujer divorciada le fue retirada durante seis meses la custodia de su hijo de once años por propinarle dos bofetadas porque se negaba a ducharse. Ocurrió tras la denuncia del padre. El niño llevaba 15 días sin lavarse. Y una hora después del castigo, seguía con marcas en las mejillas. Un cambio del Código Civil, en 2007, hizo posible una sentencia como esta: quedó borrado el denominado "derecho de corrección" de los padres hacia los vástagos.
En el contexto privado del hogar, cuando los hijos entran en una espiral de negación (a comer, a dormirse) o si se obcecan en un comportamiento errático, no es tan raro que el padre o la madre, fuera ya de sí, propinen un golpe supuestamente correctivo que, además, resulta eficaz para zanjar la situación. Pero si hace 20 años pegar a los niños para disciplinarlos estaba aceptado, hoy no es así.
Uno de los primeros reconocimientos del golpe como corrector lo encontramos en el proverbio 13 versículo 24 del Antiguo Testamento: "Quienes no emplean la vara de disciplina, odian a sus hijos. Los que en verdad aman a sus hijos se preocupan lo suficiente para disciplinarlos". El motivo de nuestra transigencia con la agresividad nace del hecho de que en nuestra sociedad la violencia está normalizada, dice Andrea Zambrano, coach y autora del libro Educar es emocionar (Paidós, 2018) e impulsora del método Aeiou (basado en la educación en clave positiva) para padres.